A pesar de Franco ... Los mejores Momentos

Relatos españoles de los sesenta y los setenta

 

Pilar Andreo de Baumeister

Prólogo

 

Él era un infeliz, no pensaba mucho y por eso era la mayor parte del tiempo feliz. Pero nosotros, que somos más inteligentes... o nos duele el estómago,  el cerebro o el corazón. Y sólo brevemente disfrutamos de un momento dichoso. Pero eso sí, de gran transcendencia como la religión, el amor, la guerra, el arte en sus formas musicales, oratorias o visuales: síntesis orquestral fulminante de mil impresiones grandiosas unidas en sólo dos sílabas.

El que silba, conoce el contacto con el aire. Voy a silbar y a escribir.

Pero no, estoy mintiendo, debo reconocerlo, pues lo que voy a ofrecer ahora es escritura enlatada, cosas que escribí ya hace años; huelen a pasado y quizás no hayan estado bien conservadas, sin la refrigeración necesaria, ni la preparación adecuada de momificación, sin la temperatura fría, brutal que hace sobrevivir... Quizás no sean ya digeribles. Entonces las tiraremos al mar, y si no hay mar al río, y si no hay río, al abismo. Sin embargo, algunas de estas páginas son aún mi presente y recuerdo vivo. Y ahora en que ya no hay censura en España, sino al contrario, en que la memoria histórica puede por fín salir al exterior y mostrarse, quisiera sacar a la luz aquel tiempo de mi juventud.

Las flores se abren... los seres sonrien, se expansionan y hablan, a veces únicamente saben respirar y meditar silenciosamente sobre su existencia.

Los personajes de mi libro son en parte universales, creo, y no siempre encajonados en una nacionalidad u época determinadas, pero la atmósfera ambiental de fondo en mis relatos es española y muy de entonces... y no de ahora. pues había una atmósfera muy típica en Espana en los sesenta y setenta, durante la dictadura Franquista, y algo de esta atmósfera reprimida, estrecha y temerosa, sin libertades políticas, religiosas ni sociales, y con un desarrollo personal muy limitado, sí que ha quedado captado en las imágenes que aparecen y que yo intenté describir en aquella época cuando aún vivía en España, antes de marcharme a Alemania, vivencias propias y de otros seres, buscando todos la felicidad, y consiguiéndola en algunos instantes, a pesar de todo... en un plano de placeres particulares muy inofensivos que ni las dictaduras peores del mundo han logrado jamás reprimir.

8. Protección

Juana Martínez

 

Aunque España era un país muy católico, existía la pena de muerte y muchos fueron ejecutados. La policía tenía una actitud represiva y violenta cien por cien contra manifestaciones y huelgas. Era una atmósfera de terror. Mi padre había muerto por la causa republicana y a veces me preguntaba si yo como su única descendiente había quedado fichada en alguna parte, aunque nadie me perseguía.

Me invadía una extraña noción de peligro, como si estuviese en plena noche en un lugar de animales terribles o de bandidos que podían asaltarme – o como si me hallase en una revolución oyendo el estruendo de las bombas y las voces, mientras un montón de jóvenes rebeldes me decían que yo también debía hacer algo.

El peligro era una cosa resbaladiza y sutil; me sentía como si esperase un acontecimiento decisivo y los jueces de lo decisivo estuviesen cerca de mí observando mi conducta.

Pero no, debía centrarme en lo actual. Estaba en mi cuarto silencioso y era de día. Tal vez mi sensación de temor se había originado por causas muy cotidianas. El malhumor y la agresividad de mi jefe, que me miraba severamente con sus ojos de viejo gruñón y vigilante taimado... Ya debía haberme acostumbrado a eso y sin embargo, el ruido de sus gritos parecía como si fuese a matarme. Por fortuna, de vez en cuando venían mis encuentros con Elio. Elio era un buen amigo, que me daba la mano efusivamente y me preguntaba si había aguantado mucho en el trabajo y qué proyectos tenía. Ninguno de los dos formabamos grandes proyectos, y creo que él era más bien pasivo, insignificante, un poco atemorizado como yo. Pero cuando nos olvidabamos de esto, a veces nuestra amistad adquiría una nota excitante de romanticísmo. Quizás algun día me pediría que me casase con él y la idea en ocasiones me complacía y en otras no.

Después, tras la agresividad o la amabilidad de alguien yo siempre debía volver a mi habitación solitaria. Sin duda, éste era el gran peligro: quedarme allí con todo mi cerebro libre para pensar en peligros.

Hacía ya tiempo que me venía ocurriendo y aquel día más... Probé de comer algo rápidamente e intenté distraerme, arreglando un poco la estancia. Pero me quedé como paralizada delante de la ventana. ¡Podían suceder tantas cosas! Podía morirme de soledad y desgana por todo. Podía ser atropellada por un coche o un autobús al salir a la calle. Podía ser detenida si por un descuido, un ataque de locuacidad incontrolable me delataba ante la vecina de al lado y le decía: “El discurso de Franco ha sido aburridísimo, como siempre” O: “¡El himno nacional es tan feo y lo ponen continuamente!” El jefe podía gritarme aún más fuerte diciendo: “Srta. Juana, es usted la persona más lenta y torpe del mundo.” Esta última idea me hizo palidecer.

“Soy igual que una niña cuando me asustaba por lo más mínimo, sin embargo, ahora ya tengo 27 años.”

Todo eran peligros, peligros... Me senté sobre la cama y deseé agarrarme a alguien y pedirle socorro con todos mis poderes mentales, para que el mundo del auxilio acogedor tomase forma definitiva y me envolviese protectoramente. Pensé primero en el Creador, del que había oído hablar tantas veces como el gran Dios del apoyo; pedí a la ilimitación celestial que apartase de mí los pesos terrenos. Pero me temo que mi idea de la protección necesitaba seres más humanos, como yo misma, de aspectos concretos y conocidos, seres a quien yo hubiese tratado en alguna esquina de mi existencia, con ojos... con sonrisas de labios gruesos o finos, de cabellos rubios o morenos.

Entonces recordé a las personas de mi familia que habían muerto. Quizás sus espíritus podrían protegerme y ayudarme enviando mensajes de murallas y de puertas blindadas, tras las que yo pudiera refugiarme contra mis agobios indescriptibles. Sentí una momentanea ondulación de corrientes benignas. Intenté reforzar las imágenes casi borradas: cuando era pequeña y ellos me acariciaban las mejillas, tranquilizándome.

- No pasa nada, no pasa nada – me decían.

Pero esto formaba parte de mi pasado, me oprimía aquel matiz de lejanía y casi divinidad que tenían los que ya no estaban... Yo buscaba agarrarme a algo más presente, real y accesible. Entonces recordé mis encuentros con Elio tan sedantes y pacíficos. Él estaba de verdad, sin obstáculos, y yo también estaba.

De pronto Elio se me apareció como la imagen de la protección, alguien en quien poder reposar mi cuerpo y mi mente. Mi pensamiento lo encontró por fín e imaginé uno de esos cuadros idílicos: Él me cogería entre sus brazos y yo apoyaría mi cabeza en su hombro llena de una confianza total. Él me diría:

- ¿Qué proyectos tienes? Tendremos que hacer lo posible para realizarlos. Vamos, ¿qué es lo que temes? Aquí no hay ni bandidos, ni animales, ni policías, ni malos tratos. Sólo estamos tú y yo juntos.

Y el amor haría retroceder todas las tinieblas, o tal vez no era exactamente amor, sino la necesidad de que me mimasen y me cuidasen en mis crisis depresivas. Tal vez las naturalezas débiles como la mía, azotadas por el pánico con facilidad, sólo podían amar así. De cualquier manera, sería hermoso que mi único amigo siempre estuviese a mi lado, pensé, movida por un creciente y singular afecto a toda su persona.

A la mañana siguiente, o al cabo de unos días cuando Elio y yo nos encontrasemos, yo le diría riendo:

- ¿Sabes? Has sido mi protector durante un día en que tuve mucho, muchísimo miedo.

- ¿De veras? – exlamaría mi héroe -. Y ¿te he salvado de algo?

- Sí, me has salvado...

- Entonces, ¿fuí invencible ante todos los peligros?

- Sí, fuiste invencible – repetiría yo con un énfasis agradecido.

- Lo celebro. Me hace muy feliz si he conseguido inspirar alguna idea de seguridad y valentía en alguien. Vén a verme, siempre que tengas miedo, y también cuando no lo tengas. Y mi joven protector que me había salvado, quizás tan débil como yo, suspiraría con infinito alivio muy cerca de mí.